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Boda en la alhambra de granada

Después de diez años de relación es normal que cualquier pareja haya vivido muchísimas cosas. Sin embargo, creo que son muy pocas las que pueden presumir de haberlo hecho en circunstancias como la nuestra, pasando la mayor parte del tiempo separados, en la distancia. Así pues, como muchas otras cosas en nuestro noviazgo, empezando por la forma de conocernos, que fue totalmente atípica para la época, la decisión de casarnos tampoco se produjo de un modo convencional, con el clásico anillo y una pedida.

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Habían sido muchas las ocasiones en las que nos habíamos planteado el tema, pero nunca de manera totalmente seria pues ambos, cada uno a su manera, éramos conscientes de la situación que nos había tocado vivir. Para nosotros había una prioridad, vencer en nuestra particular lucha diaria contra el veleidoso destino que se resistía a unirnos en un mismo espacio físico y eso era lo más importante. Hasta que un día, cuando ya casi no lo esperábamos, sucedió el milagro y dos traslados seguidos permitieron que por primera vez pudiéramos vivir juntos, algo que aún hoy apenas podemos creer cierto y que llenó nuestras vidas de inmensa ilusión.

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Desde la primera vez que Carlos me visitó en Granada, el barrio del Albaicín y el del Sacromonte, las puestas de sol en San Nicolás y las vistas de La Alhambra adquirieron un significado muy especial para nosotros. No solo por su indiscutible magia y belleza, sino también por la cantidad de veces que por allí paseábamos. Y eso fue lo que nos condujo a casarnos en un sitio como La Chumbera. Gran parte de los invitados vendría de fuera, por lo que queríamos hacerles disfrutar de algo único, que no pudieran encontrar en otro sitio del mundo: las vistas al monumento nazarí.

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Sin apenas darnos cuenta estábamos dando la noticia a nuestros familiares y amigos y con ello llegó una de las primeras cosas que nos sorprendió gratamente: el entusiasmo mostrado por la gente al enterarse. A partir de ahí, la boda empezó a ponerse en marcha y afortunadamente puedo decir que he conseguido uno de mis propósitos: vivir el proceso con disfrute y gozo, poniéndole muchas ganas. Todo el que me conoce sabe lo que me gusta el orden y la planificación. Me compré una caja grande, un par de revistas, una carpeta y una libreta-agenda, que desde ese momento empezó a acompañarme a casi todas partes.

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Tengo que decir que por cuestiones del azar he tenido la gran suerte de casarme tres meses después que una de mis mejores amigas de toda la vida, Nuria, que también ha sido la que ha ido marcándome los puntos del camino. Cuando lo supo me dijo con mucha razón: “Ali, lo principal: sitio, vestido y fotógrafo”. Como el sitio ya estaba, enseguida me puse con lo demás. En contra de lo que esperaba y a pesar de que todo el mundo me decía que iba justa y me metían prisa, lo del vestido fue coser y cantar. Un par de vestidos equivocados fueron suficientes para dar con el mío. También para esto conté con la ayuda inestimable de una gran amiga Torri, que con cariño me acompañó a todas y cada una de las pruebas, incluso estando en los últimos meses de embarazo.

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Lo del fotógrafo fue “otro cantar”. Andábamos muy perdidos hasta que por casualidad nuestro cuñado Roberto nos habló de Adrián, un argentino que por lo visto “hace unas fotos increíbles”. Así que tras verlas, se produjo el flechazo, ¡amor a primera vista! Tanto a Carlos como a mí nos gustaron mucho y aprovechando un viaje a Madrid quedé con él. El primer encuentro me dejó estupefacta. Era martes por la noche y yo estaba cenando en un indio con mi prima Isabel. Él acudió con su ordenador y empezó a contarme tantas cosas que yo no era capaz de hilar: “preboda”, “París”, “fotógrafo-colega”, “photocall”… Si en ese momento me hubieran dicho lo genial que resultaría todo me hubiera reído.

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Adrián se convirtió en una pieza clave del éxito de nuestra boda e incluso de nuestros preparativos. Y sí, digo Adrián porque muy pronto dejó de ser “el fotógrafo” y se convirtió en “Adrián”, especialmente después de haber hecho la mencionada preboda, algo que ante lo que al principio nos mostramos reacios y ahora, en cambio, recomiendo totalmente. Salamanca fue la ciudad elegida por nosotros, el lugar donde nos conocimos diez años atrás y donde empezó a fraguarse nuestra relación. Con las fotos que de allí salieron, él nos confeccionó un libro de firmas que después albergó un sinfín de cariñosas dedicatorias y palabras de nuestros invitados.

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Reconozco que al principio estábamos muy cortados y rígidos, pero en cuanto empezamos a compartir detalles de nuestra relación con él y alguna copa que otra las cosas fueron cambiando. ¡Qué mejor sitio que las calles, plazas y bares que fueron testigo de un incipiente amor, de nuestros primeros abrazos, de nuestro primer beso! En algún momento en el que no fuimos conscientes hasta empezamos a ver normal el llevar delante de nosotros una objetivo que inmortalizaba nuestros movimientos a veces incluso desde el propio suelo.

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La Plaza Mayor de Salamanca nos miraba como si fuésemos alguna celebridad y nosotros ya ni nos sentíamos observados. Llegamos a un punto de abstracción tal que Adrián tuvo que llamarnos por teléfono para que le hiciéramos caso y siguiéramos sus indicaciones, a pesar de estar a pocos metros de nosotros, porque nos olvidamos completamente de que estaba ahí: “¿Pueden dejar de estar de coña un rato?”

Ha habido tantos momentos especiales y divertidos desde que empezamos a preparar la boda, que sería imposible hablar de todos aquí: el día de la prueba del menú con nuestras familias, la preboda con Adrián, la inolvidable despedida de soltera sorpresa de las amigas en Tarifa, las clases de baile con Vladimir, la inestimable ayuda de mi prima Irene en la decoración…

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Según se acercaba la fecha de la boda, el consejo más repetido por la gente era el que nos animaba a disfrutar del momento y el que nos advertía de la fugacidad del tiempo. Tantas veces había oído aquello de: “se te pasa volando” o “no te enteras” que aquella mañana, desde que abrí los ojos me propuse otro reto: vivir cada segundo intensamente. Es cierto que todo pasa muy rápido, pero solo de ti depende que seas capaz de saborear y disfrutarlo como se merece. El día de la boda, desde que me levanté estuvo sonando una selección de canciones que semanas antes había recopilado, con el fin de que me llenaran de optimismo y buen humor, y que me acompañaron hasta que salí ya vestida de novia.

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Contar con la presencia en casa de buenas amigas y de parte de mis familiares más queridos me dejó llena de instantes inolvidables: mientras Lucía me peinaba, mientras Nuria me acompañaba animadamente haciendo que me relajara, mientras mis tíos cortaban ramas de una mimosa de forma improvisada, mientras Miriam me ayudaba a ponerme el vestido y Marta se encerraba para ensayar su magnífico discurso…

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El día más feliz

Siempre me ha parecido muy cursi el catalogar una boda como “el día más feliz” de la vida de una mujer, pero después de experimentarlo, es cierto que se trata de un momento lleno de plenitud en el que se es feliz de un modo único. Con solo bajar las escaleras del brazo de mi padre mientras oía a Coral cantar empecé a sentir una gran emoción y a percibir el cariño de todos los asistentes, en cada una de las sonrisas y miradas que me hicieron sentir tan querida. Sin embargo, la sonrisa más especial para mí fue aquella que me dirigió alguien desde el fondo, esa tímida sonrisa que iba despuntando y reluciendo con más intensidad cada vez, y que desde ese momento se grabó en mi retina para convertirse en la guía y el motor de nuestra vida en común.

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Durante la ceremonia disfruté y escuché con atención las palabras que tanto mi amiga Marta como Paco, padre de Carlos, nos dedicaron, así como la lectura de mi hermano Álvaro. Cada uno aportó un toque diferente: la primera hizo callar al público desde el principio y dejó perplejos a la gran mayoría tanto por sus cualidades oratorias como por el contenido del discurso. Cada nueva palabra que pronunciaba me encandilaba más que la anterior y siempre le agradeceré lo bien que supo ponerle voz a nuestra historia.

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 Toque de la inocencia

La lectura de Álvaro le dio el toque de la inocencia y la pureza infantil, me siento muy orgullosa de su valentía. Y el estilo de Paco supuso la guinda del pastel donde quedó patente con hermosas referencias literarias a Castilla y Granada el cariño más paternal. No puedo dejar de mencionar lo significativo e importante que para mí era el que mi propio tío fuera el maestro de la ceremonia ni otros detalles como el que la dulce voz y el sonido del piano a la entrada y la salida vinieran de dos queridas amigas: Gema y Coral.

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Después de las múltiples muestras de cariño de todo el mundo, seguimos disfrutando de cada momento y detalle: la salida de la ceremonia con la música de los fuegos artificiales, de Haendel y con lluvia de arroz y pétalos, la entrada a la cena, el libro de firmas, los marcapáginas, el divertidísimo photocall con el que la gente se lo pasó en grande, la fuente de chocolate y ¡cómo no! el vals de la película Amelie que con tanto esmero y dedicación estuvimos ensayando durante las semanas previas, así como los múltiples bailes hasta que aguantaron nuestros pies.

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Especialmente emotivo fue el baile flamenco durante los postres, durante el cual pude regalarle el ramo de flores a mi madre, que más que un acto simbólico, para mí fue un agradecimiento y reconocimiento público a ella por todo lo que ha hecho por mí desde el día que nací.

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Adrián siempre dice que sus mejores fotos están por llegar, yo además de darle las gracias infinitas por su implicación en todo, quiero decirle que para mi esas “mejores fotos” YA existen.

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Agradecimientos a Adrian Tomadin por sus maravillosas fotos

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